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La Casa del Pueblo

El río está lo suficientemente lejos como para ser un murmullo agradable, el sol calienta las piedras del muro viejo. La casa lleva tiempo cerrada y las arañas, inquilinas afanosas, nos reciben sin mucho festejo, hemos hecho un pacto de no perturbar nuestros hábitos y senderos. Dicen que aquí vivió un pintor y que sus pinceles buscaban la compañía de este frondoso paisaje; no me sorprende, en este lugar, la vida se detiene, por más que las campanas de la iglesia anuncien el transcurrir del tiempo. 

Aquí los días pasan sin apremio y la primavera ha tomado por sorpresa a este escondido caserón. Las flores exultantes se exhiben para el cortejo y forman caminos desandados por el hombre, copando cada recobeco. "La Hierba de San Roberto" se enreda con los "No Me Olvides" que parecen implorar lo que su nombre entona cuando la roza el viento. No hay hueco ni oquedad que no esté pintada de musgo invocando la humedad, ni yema que no reviente al son del cielo, derramándose en flores o en hojas de temprano crecimiento. Me siento en la butaca del corredor de madera crujiente, y espero la caída del sol, ese instante mágico en el que el arrendajo y el esguilón hacen el cambio de turno con la coruxa y el mochuelo. Podaré las hojas secas, escribiré junto al abeto, plantaré geranios nuevos, y ya en la temprana mañana, sacudiré las ganas de pasear y hollar los caminos de nuevo. 

Noelia Velasco

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